Todo tiene belleza, pero no todo el mundo la ve.

-Confucius

 

Flotar en Tinta China

La puerta que daba a las escaleras se cerró con un prolongado chirrido. Me senté en el segundo escalón y apoyé quejumbroso mi espalda en el cemento.  Cuando oí el click supe que había quedado sumido en la más absoluta oscuridad, aquella súbita oscuridad que había rehuido tantas veces después de haber estado tendido cara al sol en la terraza.  Los gruesos muros bloqueaban los ruidos del exterior, donde también había anochecido, y los acelerados latidos de mi corazón parecían retumbar en la vertical caja.  Abrí los ojos con temor.  Como cuando era niño y, bañado en transpiración, miraba entré las sábanas hacia la cortina que cubría la entrada al dormitorio que compartía con mis hermanos, quienes dormían plácidamente, ajenos a mis miedos. Después de un momento, mi corazón se aquietó, y entonces comencé a  descubrir una impensada belleza.  Ni siquiera lograba ver mis manos. Ojalá pudiera flotar; ojalá pudiera desprenderme por un instante de este mundo. Cerré mis ojos. Mi cuerpo estaba cansado; mi trasero, medio dormido.  Por un momento tuve la sensación de que mis pies se desprendían del suelo y que flotaba en una negra inmensidad, sin rocas ni estrellas. El chirrido de la puerta me aterrizó de improviso. Era el guardia de seguridad, a quien casi le doy un infarto. “Estaba muy cansado como para levantarme a prender la luz,” balbuceé a modo de disculpa.  De regreso al pasillo, iluminado por una horrible luz amarilla, me prometí repetir aquella experiencia.  La oscuridad no tiene por qué aterrarnos, me dije. Sin oscuridad no podríamos ver la luz; sin luz no podríamos encontrarnos.       

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