“La Decisión”
I
Isabel
se desmoralizó al ver su cara en el espejo. Llevaba tres días despertando con
náuseas, y lucía pálida y ojerosa. Al principio pensó que algo le había caído
mal. Pero como no tenía otros síntomas que pudieran apuntar a una indigestión,
desestimó esa posibilidad y prefirió pensar que el estrés le estaba pasando la
cuenta. De todas formas, y solo para su tranquilidad, había pedido una cita con
el médico que la atendía desde hacía unos años.
—Amor,
¿te sientes bien? —oyó a Gaspar preguntar
desde el dormitorio.
—Sí
—respondió ella con desánimo. Le había costado un mundo poner un pie fuera de
la cama. Y recién era martes.
—¿Te
falta mucho? Ya van a ser las ocho y media.
—Ándate
no más. Yo me voy a tardar un poco.
—Bueno.
Que te vaya bien con el médico. Llámame cuando salgas de la consulta.
—Okey.
Isabel saludó a la recepcionista y
se dirigió a la sala de reuniones donde, como de costumbre, los dos hombres y
la mujer que conformaban su equipo la esperaban con café y galletas. De ahí
salió cuarenta minutos más tarde para participar, junto a su jefe, de una
video-conferencia con la casa matriz. El esfuerzo que tuvo que hacer durante
más de una hora para tratar de entender lo que decían en inglés sus colegas
franceses la dejó extenuada. Pero no había tiempo para un respiro, pues en la
recepción la esperaban dos importantes proveedores de tecnologías de la
información. El resto de la mañana lo dedico a hacer llamadas y a responder
unos correos que tenía pendientes. Tan pronto dio la una, Isabel apagó el
computador, se puso el abrigo, tomó la cartera y se fue al centro médico. “Voy
y vuelvo,” fue todo lo que le dijo a
la recepcionista. No quiso preocupar a nadie.
Por lo demás, ella iba solo por unas vitaminas y algo para el estrés.
Isabel escuchó al doctor llamar su
nombre a los pocos minutos de haber hecho su
ingreso. El doctor Sánchez, un hombre de unos cincuenta años, la saludó con
familiaridad y la invitó a tomar asiento.
—
Tanto tiempo, Isabel.
—
Sí. Bastante tiempo, doctor.
—
¿Cómo te ha ido?
—
Bien, doctor. No me puedo quejar.
—
Qué bueno.
—
Me ascendieron en el trabajo y se vienen cosas
bastante interesantes.
—
Qué bien. Te felicito.
—
Gracias, doctor.
—
Y dime: ¿Qué te trae por acá?
—Bueno.
Sucede, doctor, que me encanta mi pega, pero creo que el estrés me está pasando
un poquito la cuenta.
—¿Cómo
así?
—Bueno,
he estado sintiendo muchas náuseas, especialmente por las mañanas, y me está
costando mucho levantarme.
—¿Y
desde cuándo estás así?
—Desde
hace unos días.
—¿Crees
que pudo haber sido algo que comiste?
—Puede
ser…Pero no creo. Aparte de las náuseas y el agotamiento, no tengo ningún otro
síntoma.
—Vamos
a examinarte —dijo el doctor Sánchez señalándole la camilla.
Siguiendo
las instrucciones que el hombre le daba, Isabel se quitó el abrigo y se tendió
en la camilla. El hombre comenzó a presionar distintas zonas de su abdomen a la
vez que le preguntaba si sentía alguna molestia. “No,” respondía Isabel, inmóvil
y sin quitar la vista del poroso cielo raso. Luego el hombre le pidió que se sentara
y que se subiera la manga de la blusa para tomarle la presión.
—¿Y
cómo está el pololo? —preguntó el doctor inflando la manga que había puesto
alrededor del brazo de Isabel—. Espero no estar metiendo las patas.
—No —dijo
Isabel riendo—. No se preocupe. Bueno. Hace poco nos fuimos a vivir juntos y yo
creo que el próximo año ya nos vamos a casar —Isabel levantó la mano derecha y
la giró mostrándole hombre el elegante solitario en su dedo anular.
—¡Qué
bien! —exclamó el hombre—Felicidades.
Complacida,
Isabel le agradeció.
El
hombre quitó la banda del brazo de Isabel, sacó una pequeña linterna del
bolsillo de su delantal, la encendió y examinó los ojos y luego la garganta de
Isabel. Finalmente, el hombre volvió a su asiento detrás de un diminuto
escritorio.
—¿Está
todo bien? —preguntó Isabel poniéndose el abrigo.
—Aparentemente
—dijo el doctor digitando algo en el computador—. ¿Hace cuánto tiempo que te sientes así, me
decías?
—Poquito
menos de una semana.
—¿Y
antes de eso?
—Antes
de eso todo normal.
El
hombre se alejó del teclado y se reclinó en la silla.
—¿Has
pensado en la posibilidad de que estés embarazada?
—Imposible
doctor. Tomo pastillas.
—Aun
tomando pastillas existe la posibilidad de que una mujer quede embarazada.
—Lo
sé, doctor —dijo Isabel.
—Mira, hagamos algo: te voy a dar una orden
para algunos exámenes, de sangre principalmente, perfil lipídico y tiroides.
Pero para que salgamos de la duda y descartemos de pleno un embarazo, hazte el
test. Son muy confiables ¿Te los has hecho antes?
—No.
Pero he visto en películas cómo se hacen.
El
hombre sonrió y luego aclaró:
—Bueno,
en todo caso, en el paquete vienen las instrucciones. Debes saber que existen
falsos negativos. Y cuando eso pasa es mejor esperar unos días y repetir el
test. Pero no existen falsos positivos. Si aparecen las dos rayitas, es porque
serás madre —dijo el doctor sonriendo.
Isabel
salió de la consulta un tanto aturdida. La vibración del teléfono en su
bolsillo la sobresaltó. Era Gaspar. Isabel se tomó un par de segundos en
responder. “Hola, mi amor. ¿Cómo te fue en el médico?” preguntó Gaspar. Isabel
titubeó antes de contarle a Gaspar que aparentemente todo estaba bien, y
hablarle de los exámenes. “¿Pero te dijo qué podría ser?” insistió Gaspar.
“No,” respondió Isabel. “Bueno. Estoy seguro que todo va a salir bien, mi amor,”
dijo Gaspar. “Lo tuyo es puro estrés,” agregó antes de despedirse.
Isabel
se sintió mal por haber omitido lo de un posible embarazo. Pero es que para
ella el estar embarazada no era una opción. La primera vez que la idea se le
cruzó por la cabeza fue cuando oyó a Gaspar preguntarle desde el dormitorio:
“¿No estarás embarazada?” Con lo mal que
en ese momento se sentía, a ella la broma no le había hecho ninguna gracia.
Cerca de la oficina, Isabel pasó por enfrente
de una farmacia. Mejor compraría el test en una de las tantas farmacias que
estaban cerca del departamento. Alguien de su trabajo podría entrar ahí y echar
a correr rumores que podrían llegar a oídos de su jefe.
Isabel apenas tocó la ensalada que
había pasado a comprar de regreso a la oficina. No podía dejar de pensar en
cómo una guagua cambiaría su vida. Para siempre. Y por más feliz que viera a
todo el mundo a su alrededor, ella no se veía para nada contenta amamantando. Como
a eso de las cuatro, dejando una hoja de Excel a medio llenar, Isabel se paró
y, abrigo en mano, se dirigió con paso firme a la salida. “Hasta mañana,” dijo a la recepcionista sin
dar espacio a preguntas.
Sentada en el metro, viendo las luces del túnel
pasar fugazmente como rayos láser, Isabel se decía que no podía haber un peor
momento para tener un bebé. ¿Para eso se había sacado la cresta los últimos
cinco años? ¿Para, en cuestión de meses, echar todo por la borda? Y quizás
cuándo volvería al trabajo. Con los bebés nunca se sabe… Y ¿si le quitaban el
puesto que tanto le había costado conseguir? ¿Quién le devolvería esa
oportunidad? De pronto, la idea de abortar
no le parecía tan descabellada. ¿Pero sería capaz? ¿Por qué no…? Su amiga Maite
lo había hecho cuando tenía dos meses. Y según lo que le había dicho el doctor,
ella no tendría más de tres o cuatro semanas. Gaspar lo entendería. Tenía que
entenderlo. Él no sacrificaría nada. Por lo demás, ellos habían hecho un
acuerdo cuando se comprometieron. De seguro éste la apoyaría.
Una ligera melodía en violín la sacó de sus preocupaciones.
Venía del otro extremo del carro. Pero los pasajeros agolpados frente a la
puerta le impidieron ver quién tocaba. Imaginó un muchacho vestido de negro.
Cuando el tren llegó a la estación y los pasajeros se movieron se sorprendió al
descubrir que la violinista era una joven mujer de raza negra. Isabel metió la mano en su bolso y sacó mil
pesos de su billetera –bastante más que el par de monedas de cien que habitualmente
daba a los artistas del metro–. El tren se detuvo e Isabel vio con decepción a
la mujer descender del carro. Una marcha en contra de los inmigrantes tendría
lugar en Plaza Italia el domingo. Ella había visto los mensajes de odio y los
llamados a marchar en Twitter. Isabel guardó el billete. Lo tendría reservado
para la mujer en caso de que volviera a verla. Deseó que fuera así.
Isabel no reparó esta vez en el
color de las montañas al entrar al departamento. Se fue directo al dormitorio, arrojó
el bolso en la cama y se desvistió. Luego tomó el bolso y entró al baño. Orinar
no sería un problema pues había notado que, desde hacía unos días, venía orinando
más seguido de lo normal —hecho que también había atribuido al estrés—.
Saltándose líneas y palabras, Isabel revisó las instrucciones que venían dentro
de la caja y luego se sentó en el retrete. Orinó sobre la parte absorbente de la
varilla lo suficiente como para que esta se empapara, y luego dejó el test
sobre el lavamanos. Regresó al dormitorio y se sentó en la orilla de la cama a
ver la televisión. Celular en mano, se
propuso esperar cinco minutos e intentó concentrarse en una serie en el canal
Sony. Su corazón latía a mil por hora. Va a salir negativo, se repetía para
calmarse al mismo tiempo que intentaba controlar su respiración. Cuando se
cumplieron los cinco minutos, Isabel se paró y entró al baño como quien entra a
una habitación habitada por fantasmas. Isabel levantó la prueba y quedó en
shock. Ahí estaba las dos líneas, muy marcadas. Entonces la embargó el
desaliento al recordar lo último que le había dicho el médico, eso de que no
existían falsos positivos.
Isabel hablaba por celular cuando
oyó a Gaspar entrar al departamento. “Disculpa, amiga, pero te tengo que cortar,”
dijo con cierta urgencia; “acaba de entrar. Después te llamo. Un beso.” Isabel salió al encuentro de Gaspar antes de
que éste se asomara al dormitorio. Gaspar
la besó con efusividad; Isabel no opuso resistencia.
—¿Cómo
te sientes? —preguntó Gaspar—. —Isabel se encogió de hombros al mismo tiempo
que hacía una mueca—. Tranquila, mi amor —dijo Gaspar, dirigiéndose a la cocina
—. Estoy seguro que no es nada. Tal vez deberías bajar un poco las
revoluciones. Has estado sometida a mucho estrés desde que te ascendieron.
¿Salimos o pedimos algo para comer? —preguntó Gaspar mirando dentro del
refrigerador.
—Disculpa,
mi amor, pero no me siento como para ir a un restaurante.
—Bueno.
Pedimos entonces. ¿Qué tienes ganas de comer? —sacando una botella de cerveza.
—La
verdad es que no tengo hambre. Pide algo para ti no más.
—
¿Estás segura?
—Sí,
mi amor. No te preocupes. Yo solo me quiero tomar un tecito.
—Bueno.
De todas formas, pediré para los dos por si más tarde te da apetito.
Isabel
sintió asco cuando lo oyó pedir veinte piezas de sushi, pero no lo quiso privar de comer lo que a él tanto le gustaba. Ella también compartía sus gustos y no
comían juntos desde que comenzaron las náuseas.
—¿Pasa
algo, mi amor? —preguntó Gaspar desde el otro lado del mesón.
Isabel
se mantuvo cabizbaja. Gaspar dejó la cerveza sobre el mesón y se le
acercó. Isabel levantó la vista y dijo:
—Estoy
embarazada.
Gaspar
se echó para atrás con extrañeza.
—No
me preguntes cómo pasó —dijo Isabel— porque ni yo misma me lo puedo
explicar. No sé de qué sirve tomar
pastillas.
—Tranquila
—dijo Gaspar sobándole los brazos—. Las
pastillas no son infalibles. ¿Cuántos meses tienes?
—¿Meses?
—preguntó Isabel—. Por los síntomas, según
—¿Cinco?
Está crecidito ya.
—No,
Gaspar —dijo Isabel—. Recién es un
embrión. Puede que ni siquiera tenga latidos.
—Gaspar asintió con humildad—. He estado pensando, Gaspar… He estado
pensando en interrumpir el embarazo.
Gaspar
retrocedió hasta el mesón y se sentó en el piso de en medio. Se sacó las manos
de los bolsillos y se cruzó de brazos.
—Yo
no puedo tener una guagua en este momento, Gaspar. No puedo. Me echaría a
perder todo.
Isabel
miró a Gaspar, pero éste mantuvo la vista clavada en la mesa de centro sobre
cuyo vidrio aún se reflejaba algo de claridad.
—Siempre
dijimos que nos esperaríamos, Gaspar. Dijimos que primero nos casaríamos y que dejaríamos
pasar unos años hasta que yo cumpliera con ciertas metas.
Isabel
no le quitaba la vista a Gaspar. Pero cuando éste levantó la mirada, la dirigió
hacia las nevadas cumbres de la cordillera, ahora teñidas por una luz rojiza.
—Pero
háblame, Gaspar. Dime algo.
—¿Qué
quieres que te diga...?: ¿que está bien lo que quiere hacer y que le eches pa’
delante no más? ¿Eso?
—No.
No de esa manera. Pero al menos quiero saber que me entiendes y que cuento contigo
—Gaspar insistía en esquivar a Isabel—. ¿Cuento contigo o no? Nosotros habíamos
dicho que íbamos a esperar.
—Sí,
claro. Pero jamás se me pasó por la cabeza la idea de que te harías un aborto
en caso de que quedaras embarazada.
—No
puedo creer que estemos discutiendo esto —dice Isabel poniéndose de pie y
tomándose la cabeza—. ¡Cómo pudo haber pasado esto si yo me cuidaba!
Por
un breve instante Isabel se quedó viendo los oscuros faldeos de la cordillera. Luego
volteó. Gaspar no despegaba la vista del suelo. En la penumbra, su rostro había
adquirido una inescrutable expresión, que ella no sabía si expresaba rabia o pena.
—¿En
serio tú quieres tener este hijo, Gaspar? —Gaspar permaneció inmóvil—. Contéstame con franqueza ¿Tú quieres tener
este hijo?
—No
quisiera matarlo.
—Hablas
como si ya fuera un bebé formado. Es un embrión, Gaspar, un embrión. Ni
siquiera es un feto.
—Tengo
claro lo que es un embrión. Y para mí no se trata de lo que es…sino de lo que
puede llegar a ser. ¿Acaso a ti no pasa nada? —Isabel mira a Gaspar confundida—
La idea de abortarlo… ¿No te produce nada?
— Por
supuesto que me produce, Gaspar ¿O acaso crees que para mí es fácil hacer algo
así? Lo más probable es que tenga que llevar eso conmigo siempre.
—Entonces
no lo hagas. No lo hagas — Gaspar se levantó, se acercó a Isabel y la tomó de
los brazos—. Yo voy a estar contigo y me la voy a jugar por ese bebé pase lo
que pase. Y voy a hacer todo lo posible para que tú puedas retomar tu carrera
una vez que lo hayas tenido… Nos las vamos a arreglar. Además, con nuestros
sueldos, nos podemos cambiar a un departamento más grande y contratar una nana
puertas adentro si es preciso.
Isabel
levantó la vista y dijo:
—
No es un simple asunto de logística, Gaspar. Soy yo la que voy a cargar con ese
embarazo nueve meses. Yo la que va a dar a luz. Yo la que va a amamantar, la
que se va desvelar: yo la voy a sacrificar mi carrera. Pero comprendo que el
hecho de que yo sacrifique el ser madre por mi carrera no sea una razón
poderosa para ti. Ni para ti ni para nadie. Y disculpa si estoy siendo injusta contigo.
Tal vez otro hombre en tu lugar no habría dudado en apoyarme en mi decisión.
—
¡Ja! Veo que ya es una decisión.
—No veo
qué tendría que pasar para hacerme cambiar de parecer.
—Da
lo mismo lo que yo piense y sienta entonces. Da lo mismo lo que yo te pueda
decir. Solo quieres escuchar lo que para ti es conveniente.
Gaspar
caminó con paso rápido hacia la puerta y tomó la chaqueta del perchero.
—Gaspar
¿qué haces?
—Voy
a tomar un poco de aire —poniéndose la chaqueta.
Gaspar cerró la puerta de golpe. Isabel permaneció de pie y en silencio en medio de la penumbra.
2
Isabel recibió un mensaje de Maite
diciéndole que llegaría unos minutos atrasada. Por sugerencia de Isabel, habían
acordado reunirse en un café ubicado en un pasaje poco concurrido del centro. Además,
ahí podrían sentarse en las mesas que estaban al aire libre, y Maite podría
fumar. Isabel guardó el celular en el bolsillo y continuó revolviendo la
humeante taza de té negro que tenía al frente. Cabizbaja, intentaba contener la
angustia que la embargaba durante los momentos de quietud. Gaspar aún se
mostraba renuente a reunirse con ella y respondía a sus mensajes de forma
protocolar. Ella ya había desistido de escribirle “te extraño” porque no era
correspondida, ni con un mensaje de texto ni con uno de voz.
Maite
llegó despotricando contra su jefa, pues, poco antes de salir, ésta le había
pedido que revisara unos documentos que necesitaba de manera urgente. “Para
ella todo es una urgente,” dijo Maite resumiendo su queja. Una muchacha se
acercó a preguntarle qué le podía traer. Maite pidió un café cortado grande. “¿Azúcar
o endulzante?” preguntó la muchacha con una entonación foránea. “Endulzante,”
pidió Maite. “A la orden,” dijo la muchacha y se retiró. Isabel y Maite
sonrieron con complicidad. Isabel bajó la mirada. Maite cubrió la mano de
Isabel con su mano.
—Tranquila
—dijo Maite—. Estoy segura que Gaspar finalmente va a comprender. Dale algo de
tiempo. Además, no es la primera vez que ustedes pelean.
—Es
distinto esta vez —respondió Isabel—. Si lo hubieras visto esa noche cuando
volvió de la calle. Ni siquiera me
miraba cuando empacaba sus cosas. Yo quedé en shock. Te juró que jamás pensé que reaccionaría de
esa manera. Sabía que le gustaban los cabros chicos; adora a sus sobrinos. Pero
me tomó por sorpresa que de pronto quisiera ser padre.
—Tal
vez siempre ha querido. Solo que no te lo decía porque ustedes tenían un
acuerdo y sabía que para ti esa no era una opción.
Isabel
asintió.
—Lo
que más me duele —prosiguió Isabel— es que me haya dejado sola en el momento
más importante de nuestra relación. Te juro que trato de ponerme en su lugar…,
pero no lo justifico.
Maite
sonrió y dijo:
—Es irónico.
—Isabel la miró sin comprender—. Es la primera vez que sé de un hombre que
abandona a su mujer porque ésta no quiere tener un hijo. Generalmente, el
hombre abandona a la mujer porque ésta quiere tenerlo.
—Bueno.
Yo no creo que Gaspar me haya abandonado. Pero no quisiera pasar por esto de
nuevo. No lo merezco.
—Por
supuesto que no. Además, ¿con qué confianza vas compartir con él de ahora en
adelante tus cosas? Porque, discúlpame, pero por más que Gaspar sea tu novio,
en este asunto no tiene pito que tocar. Es tu cuerpo. Que tú hayas querido
compartir con él tu decisión es otra cosa. Te pudiste haber quedado callada y él
ni siquiera se hubiera enterado.
—No creo que hubiera podido ocultárselo.
—Lo
sé.
—Aunque
te confieso que después de lo que ha pasado, me estoy cuestionando el habérselo
dicho. Y luego me pregunto: ¿Y si saliera todo mal?
—Tranquila
—dijo Maite palmoteándole el brazo—. Todo va a salir bien. Confía en mí —Y
bajando la voz agregó: —A propósito, conseguí el número de la tipa de la que te
hablé.
Isabel se tuvo que dar valor para
entrar al departamento. Hacía dos días que Gaspar se había marchado, pero ella
lo extrañaba como si hubieran transcurrido dos meses. Prendió la calefacción y
encendió todas las luces. El estómago le crujió. Aparte del té que se había
tomado con Maite a la hora de almuerzo y de la pequeña galleta que lo
acompañaba, no había ingerido nada más. Isabel abrió el refrigerador y por poco
vomita. Las veinte piezas de sushi que Gaspar había pedido para ambos aún
estaban ahí, intactas en la bandeja, al igual que los pequeños envases de
plásticos que contenían la salsa de soya y el wasabi. Mirando en otra dirección,
Isabel tomó la bandeja y la tiró en el basurero.
Mientras
esperaba que el agua hirviera para hacerse un té de manzanilla, Isabel abrió WhatsApp.
Hacía menos de una hora que Gaspar había
estado en línea. Isabel se quedó observando su foto en la que aparecía
sonriendo apoyado sobre una baranda. En el verano habían ido a pasar unos días con
unos amigos que se había trasladado a la ciudad de Concepción. De regreso de un
día de playa, se fueron orillando el río Bío Bío. Gaspar vislumbró un grupo de pequeños y
verdes islotes cercanos a la rivera norte y quiso estacionarse al costado del camino.
El viento le desordenaba los rizos castaños y el sol del atardecer le daba un
lustre especial a su cara. Isabel llamó
su nombre. Él volteó y entonces ella tomó la foto.
¿Se
puede tan cruel con alguien que se ama?, se preguntó Isabel. Y de inmediato se
respondió que tal vez ella era quien estaba siendo cruel al negarle a Gaspar la
posibilidad de ser padre. Y que, ante los ojos del mundo, sería más cruel aún el
negarle la posibilidad de vivir a ese ser que se estaba formando. Tal vez todo era
una estrategia de parte de Gaspar para hacerla cambiar de parecer, se dijo,
dejando a un lado el teléfono.
El
ruido del celular la sobresaltó. Era María Elena, su madre, quien, con tono de
preocupación, le contó que durante la tarde la había llamado Doris, la madre de
Gaspar.
—¿Y
qué te contó? —preguntó Isabel con suspicacia.
—Me
dijo que tenía al Gaspar en la casa. ¿Qué pasó, hija? Espero que no haya sido
nada que no se pueda solucionar. Aunque para que Gaspar se haya ido…
—No
te preocupes, Mamá —interrumpió Isabel—. No es nada grave.
—Eso
espero, hija. Sería triste que una relación tan bonita y tan larga como la de
ustedes se acabara, así como así. Siempre he creído que ustedes están hechos el
uno para el otro.
Unos
días atrás, Isabel también habría asegurado lo mismo. Ahora creía que, tal vez,
su madre y ella pudieron haber estado equivocadas todo ese tiempo.
—Quédate
tranquila, mamá. Lo solucionaremos.
—Bueno,
hija. Confío en tu sano juicio ¿Vendrás este fin de semana a almorzar?
—No
estoy segura, mamá.
—¿Y
qué vas a hacer ahí sola, hija? Si ni siquiera te sabes freír un huevo.
Isabel
respiró hondo y dijo:
—Trataré
de ir, mamá. Te lo prometo.
—Bueno.
Y ojalá que se arreglen pronto las cosas con Gaspar.
—Buenas
noches, madre. Dale mis cariños a papá.
—En
tu nombre, hija. Descansa.
—Tú
también.
Apenas
cortó, Isabel se sintió mal de haber sido fría con su madre. Tenían una buena
relación con ella. Pero a costa de tener que guardar silencio cada vez que su
madre le hacía notar, a solas y frente a los demás, sus escasas habilidades
domésticas. Y si el que no una mujer no supiera freír un huevo era inexcusable
para su madre, no quería imaginar cuánto más ésta la mortificaría si llegara a
enterarse de que su hija quería realizarse un aborto. Estaba segura que a su
madre no se le habría ocurrido jamás la idea de abortar a algunos de sus hijos.
Así como tampoco su madre la creería a ella capaz de cometer tal atrocidad. Su
madre le había dicho que confiaba en su sano juicio. ¿Acaso el aborto no era el
acto más racional y consecuente que una mujer pudiera realizar cuando no se
desea un hijo?
Isabel confiaba en que Gaspar no les diría
nada a sus padres. Se lo había pedido por WhatsApp esa misma noche cuando éste
probablemente aún iba en el taxi. Una indiscreción de su parte arruinaría aún
más las cosas. Primero la abandona y luego revela algo que solo les atañe a
ambos. Tal vez Maite tenía razón: se trataba de su vida, de su futuro, de su
carrera. Tal vez hubiera sido mejor haber guardado silencio.
Antes
de dormirse Isabel miró por última vez el celular. No había nuevos mensajes.
Bajó el volumen y apagó la luz. Cuán sola se sentía mirando el oscuro cielo
raso. Un retorcijón de tripas la hizo llevarse las manos al vientre. Tal vez no
estaba tan sola como creía, pensó. Tal vez no tendría por qué estarlo.
Sentado en una banca en las afueras
del metro, Gaspar miraba su celular ajeno al paso de las personas que, con más
o menos prisa, entraban y salían de la estación. Al verlo, Isabel sintió la
misma pena y la misma alegría que le había provocado leer su saludo a media
mañana. Le pareció un tanto extraño –y gracioso a la vez– concertar una cita con quien, hasta hacía
poco, había contado para todo y a cualquier hora. Gaspar sugirió juntarse en la
estación de metro cercana al departamento; Isabel accedió. Por un breve instante imaginó que Gaspar había
decidido volver a casa y, más importante que eso aún, que éste había decidido
apoyarla. Pero Gaspar tenía un juego de llaves; podría volver al departamento
por cuenta propia si quisiera.
Isabel
se acercó con una sonrisa. Gaspar la saludó con un beso en la mejilla, y la
sonrisa de Isabel se esfumó.
—¿Cómo
estás? —preguntó Gaspar.
—Bien
¿Tú?
—Algo
preocupado.
—¿Quieres
ir a la casa?
—No —se
apuró Gaspar en responder. Y señalando los bancos que estaban al costado del
Centro Cultural de Providencia agregó: — Vamos a sentarnos allá.
—Gaspar,
tengo frío —dijo Isabel con los brazos cruzados.
—Te
encamino a casa entonces. Vamos.
—¿Y
no te tinca ir a un café?
—Prefiero
caminar.
Isabel
se le quedó viendo con frustración por un instante y luego se puso en marcha. Hasta
hace poco, todo parecía estar tan bien, tal cual ella lo había soñado. Y ahora
se encontraba perdida y llena de miedos.
Al
enfilar por la tranquila calle que conducía al edificio, Gaspar le preguntó
cómo estaba el trabajo. Ella le dio un escueto y poco apasionado resumen y le
devolvió la pregunta. Él se explayó un poco más. Le contó que habían perdido
una licitación —ella sabía muy bien de qué se trataba— y que su jefe andaba
hecho una furia. Ella le dijo que lo sentía. “Ya se le va a pasar,” dijo él. Al
llegar al edificio, se alejaron del sendero que conducía a la entrada. Las
regaderas estaban funcionando y el agua salpicaba hacia la vereda.
—¿Estás
seguro que no quieres subir? —preguntó Isabel.
—No.
—Bueno.
Gracias por encaminarme entonces.
—Isabel.
—¿Sí?
—volviéndose hacia Gaspar.
—¿Qué
has pensado?
—¿Sobre
qué? —preguntó Isabel haciéndose la desentendida.
—¿Vas
a seguir adelante con tu decisión?
—No
lo sé, Gaspar. —Gaspar miró hacia los chorros de agua que giraban sobre el
oscuro césped—. ¿Acaso de eso depende el que sigamos juntos?
—Disculpa
por no actuar como tú esperabas. A veces quisiera que me diera lo mismo todo.
—No
quiero que te dé lo mismo. No es lo que yo esperaría del hombre que amo y con
el que quiero formar una familia. Solo quiero que te pongas en mi lugar y
entiendas que para mí no es tan fácil renunciar de un momento a otro a todo lo
que he conseguido. Pero también me duele privarte de ser padre.
—Yo
no quiero que tengas un hijo solo por mí, Isabel. Quiero que cuando tengas un
hijo, sea porque tú también lo deseas. Pero no me pidas que te apoye con algo
así. Para mí es un crimen. Y disculpa que utilice esa palabra. Pero esa
criatura que tú llevas dentro, ese embrión como tú dices, es mío también. Y no
puedo quitarme eso de la cabeza.
Isabel
tuvo la sensación de que alguien se aproximaba desde el sur. Era un hombre
mayor que caminaba con lentitud detrás de un poodle que avanzaba y luego se detenía a olfatear, por un breve
instante, el gris cemento. El perro se acercó a olisquear la pierna de Isabel.
Con tono enérgico, el hombre llamó la atención del animal, y éste siguió con su
ágil y errática marcha.
Isabel
se volvió hacia Gaspar. Aquel mal
presentimiento que tuvo cuando Gaspar le dio un beso en la mejilla había sido
confirmado por sus palabras. ¿Tenía realmente él derechos sobre lo que ella
llevaba en su vientre? Más que impactarla, su queja la había enternecido. Tampoco
era el momento y el lugar para enfrascarse en un improvisado alegato con
ribetes legales cuya resolución, en caso de ser favorable a Gaspar, no tendría
más que un carácter simbólico. ¿Se podría obligar a una mujer, por los medios
que fuere, a continuar con un embarazo no deseado? El hecho de que no tuviera
más opción que abortar en casa y con una
amiga le produjo más rabia aún.
—Tú
me pides que me ponga en tu lugar —prosiguió Gaspar—. Ahora yo te pido que tú
te pongas en el mío.
—Okey,
Gaspar —dijo Isabel con aspereza— Solo me queda una pregunta… Y por favor sé
sincero —Gaspar asiente—. Si yo…, si yo sigo adelante con esto… ¿hasta acá
llegamos tú y yo? —Gaspar baja la mirada—. Por favor, dímelo. Necesito saberlo.
—No
sé si podría seguir adelante como si nada.
—Quieres
decir que no podrías perdonarme ¿Eso? —Gaspar baja la mirada—. Está bien. Ahora ya sé a lo que me atengo.
Salúdame a tus papás —dirigiéndose a la entrada.
Isabel
oyó a Gaspar decir su nombre dos veces. Pero siguió caminando resuelta hasta
que cruzó la entrada. El conserje la saludó con amabilidad. Ella le
correspondió el saludo con una forzada sonrisa. A solas en el ascensor, con la
cabeza gacha para no ser vista a través de la cámara, Isabel se echó a llorar.
—¡Pero
tan pálida, hija por Dios! —exclamó María Elena.
Isabel
se lamentó de no haberse puesto más rubor. José, su padre, le extendió los
brazos. Isabel reposó en su pecho un poco más de lo habitual. Su padre siempre
había sido delgado, pero la vida sedentaria que llevaba desde su retiro lo
había hecho subir de peso, y ella volvía a sentirse niña en sus brazos. José
besó su cabeza. Cuando Isabel se apartó de él, evitó mirarlo a la cara por
temor a que su padre notara su lucha por contener el llanto. Isabel percibió el intercambio de miradas
entre sus padres.
—Tranquilos.
Todo está bien —dijo Isabel—. ¿Cómo están ustedes?
—Preocupados
no más pues, hija —dijo María Elena, sentándose en el mullido brazo de un sillón
de felpa.
Isabel
dejó su cartera colgando del respaldo de un sillón tan anticuado como en el que
estaba sentada su madre.
—¡Qué
bonitas! —exclamó Isabel señalando las rosas blancas dentro de un aflautado
jarrón que estaba en la mesa de centro.
—Hija,
¿por qué no nos cuentas qué pasa? No te ves bien.
—Lo
sé, mamá —replicó Isabel—. No tienes para qué recalcarlo tanto.
—Es
que me preocupa verte así.
Isabel
miró de reojo a su padre que caminó hasta al sofá y se dejó caer con un
quejido.
—Hay
rico olor —dijo Isabel—. ¿Qué hiciste de almuerzo?
—Cazuela
—respondió María Elena.
—¿De
vacuno o de ave?
—De
costilla —respondió María Elena.
Isabel
intentó disimular las náuseas que la imagen de un trozo de carne con hueso le
provocó.
—Bueno
—dijo María Elena levantándose—. Vamos a comer. Ya debe estar reposadito.
María
Elena cruzó el comedor en dirección a la cocina.
—Vamos,
hija —dijo José, apoyando los brazos en el sofá para darse impulso.
Isabel
le pidió a su madre que solo le sirviera la sopa con la papita y el zapallo. “¿Te volviste vegetariana ahora?” preguntó
María Elena medio en broma medio en serio. Isabel sentía que su padre la miraba
con preocupación y enternecimiento. Su padre sabía que, en ese momento, ella
tenía más que suficiente con las aprehensiones de su madre, y entonces él esperaría
el momento propicio para decirle algo alentador.
Durante
la comida, entre esporádicas cucharadas de sopa, Isabel respondía las preguntas
que su padre le hacía sobre su trabajo. José asentía con orgullo al oírla.
María Elena también se mostraba impresionada, pero reparaba más en lo agobiante que sonaba todo.
—Me
da miedo que vayas a colapsar, hija —dijo María Elena.
—Hasta
el momento lo he podido manejar —replicó Isabel haciendo a un lado una lánguida
tira de pimentón rojo. Esperaba que el embarazo y los problemas con Gaspar no
le pasaran la cuenta. La última semana había estado por momentos bastante
ausente del trabajo. No podía continuar así o tendría que tragarse sus palabras—¿Te
puedo hacer una pregunta, mamá?
—Claro.
Dime, hija.
—¿Por
qué no seguiste ejerciendo después que te casaste? El papá tenía un buen
trabajo. Pudiste haber contratado una nana.
María
Elena sonrió y luego dijo:
—¿Hubieses
preferido haber sido criada por una nana?
—No,
pero…
—No me
malinterpretes. No tengo nada en contra de las nanas. De hecho, tú tal vez no
lo recuerdas, pero cuando estabas más pequeña tuvimos una —Isabel dejó de mirar
la sopa y prestó atención a su madre—. Se llamaba Fresia. No estuvo con
nosotros mucho tiempo. La pobre tenía una tracalada de chiquillos. Y muchos
problemas. Finalmente me sentía mal que la pobre dejara a sus hijos por venir a
cuidar los míos. —A Isabel la enterneció
la empatía de su madre—. Bueno, pero
respondiendo a tu pregunta, claro que me hubiera gustado. Y créeme que lo intenté
durante el período que estuvo
—¿Te
arrepientes? —preguntó Isabel a su madre.
—Pero
¿cómo se te ocurre? —respondió María Elena—.
No todas las mujeres necesitan tener una profesión o un trabajo para
sentirse realizadas. Créeme que hay
mujeres que preferirían estar en sus casas disfrutando su maternidad que detrás
de un escritorio, o haciendo un trabajo que no las llena. Desafortunadamente no
pueden darse ese lujo.
—¿Qué
pasó con Fresia? —preguntó Isabel.
—¿Qué
crees? —preguntó María Elena—. Quedó embarazada de nuevo.
Isabel
abrió los ojos, miró a su padre, quien le respondió el gesto encogiendo los
hombros.
A Isabel
le dio gusto enterarse de que su madre no tenía lamentaciones. Más de una vez
sintió pena al pensar que su madre era una profesional frustrada. Y ahora
estaba agradecida de haber contado con su mano a la salida del colegio y de sus
cuidados a toda hora cuando estaba enferma. Tampoco tenía el recuerdo de una
dueña de casa infeliz. Al contrario, su madre, al igual que la mayoría de las
madres de su generación, había sido el corazón y el alma de la casa. ¿Tendría
ella esa capacidad de entrega…, esa fuerza y abnegación? Después de todo, había
tenido un buen modelo a seguir. Y freír un huevo no era nada del otro mundo.
En la
sobremesa, después de una sémola con leche y caramelo que Isabel disfrutó como
no lo hacía en mucho tiempo, rieron con las travesuras de los sobrinos y
sobrinas de Isabel. María Elena le recordaba a Isabel algunas de las travesuras
que ella y sus hermanos hacían. Isabel reía medio avergonzada.
Isabel se despidió de su madre con
un beso en la mejilla y un apretado abrazo. María Elena le pidió en tono de
súplica que comiera más. Isabel le prometió que así lo haría.
José encaminó a Isabel hasta la vereda. Mientras esperaban que llegara el taxi, José le preguntó a su hija si había algo que él pudiera hacer por ella. Isabel le dijo que no se preocupara, que estuviera tranquilo, que las cosas se solucionarían. El taxi llegó. Isabel sintió que su padre la abrazaba como si ella se fuera en un largo viaje. “Todo se va a solucionar, hija. Ya lo veras.” José había dicho aquello con tal seguridad que, para cuando llegó el taxi, Isabel se sentía más tranquila. Rumbo a casa, con el dulzor del caramelo en la boca, Isabel se sintió afortunada. Y se preguntó qué diría su padre si llegara a enterarse de sus intenciones. Prefirió pensar que el amor que su padre sentía por ella no cambiaría por nada del mundo; que pase lo que pase, él estaría a su lado. Y que su madre de seguro también lo estaría, solo que con el ceño algo fruncido.
4
Isabel buscó a Gaspar entre los demás pasajeros que a esa hora esperaban el metro. Todas las mañanas caminaban juntos hasta la estación y, antes de descender a sus respectivos andenes, se despedían con un beso. A veces, uno de los dos contaba con mayor suerte que el otro y tomaba de inmediato el tren que venía entrando a la estación. Pero cuando esto no sucedía y ambos tenían que esperar unos minutos, Gaspar intentaba entretenerla con divertidas muecas desde el otro lado. Ella sonreía al mismo tiempo que lo desaprobaba con un sutil movimiento de cabeza. Qué tolerantes nos vuelve la nostalgia, reflexionó.
Tan
pronto puso un pie en la oficina, la recepcionista le dijo a Isabel que don
Roberto, su jefe, había agendado una reunión almuerzo con ella y el resto del
equipo en un restaurante del barrio Italia. Isabel no quería saber nada de
comida en ese momento y la sola idea de estar en un lugar pasado a aliños le
revolvió el estómago. A pesar de su porte distinguido, su jefe era un hombre de
gustos simples, y amaba la cocina chilena. Isabel esperaba tener algo de
apetito para así entonces tolerar su gula.
Mientras
su computador se actualizaba, Isabel revisó su Smartphone. Ninguno de los
mensajes que tenía era de Gaspar. La noche anterior había sentido la necesidad
de hablarle, pero aún seguía dolida con él por haberla dejado sola. Por lo
visto, él también seguía molesto con ella. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Hasta
cuándo esperaría? Gaspar ya había hablado; ahora ella debía tomar una decisión.
Isabel deslizó el pulgar hasta el comienzo de su lista de contactos y se quedó
viendo el perfil sin foto de Ana, la mujer cuyo número Maite le había dado. La
noche anterior Maite le había preguntado si ya la había contactado. Isabel
titubeó antes de responder que aún no lo había hecho. “¿Tienes dudas?” le
preguntó Maite. “No quiero perder a Gaspar,” dijo ella.
La carta del restaurante era
variada; aunque las ensaladas le parecieron un tanto simplonas. Isabel rogaba
que los tres hombres de su equipo y su jefe pidieran algo que fuera, al menos,
agradable a la vista. Confiaba en que, al igual que ella, la otra mujer del
equipo pediría una ensalada o una sopa. Grande fue su asombra al oírla pedir
crepes de jaibas. Cuando la mujer partió la primera crepe, Isabel se empinó el
vaso con agua para controlar las náuseas que le había provocado el olor a
marisco.
El
malestar la mantuvo desconcentrada durante gran parte del almuerzo. Como jefa
de proyecto, no correspondía que se ausentara de la mesa. Tampoco podía dejar
de prestar atención a su jefe, quien al mismo tiempo que hacía sus
intervenciones, trozaba con ahínco un pernil de cerdo al horno. Cuando salieron
de ahí, Isabel tomó una gran bocanada de aire y exhaló. Por fin su suplicio había
terminado.
—Tan
poquito que comió, Isabel —reparó don Roberto conduciendo su amplio furgón—.
¿Está a dieta?
No
era extraño que Isabel pidiera una ensalada a la hora de almuerzo. Pero a los
ojos de su jefe y de otras personas de la oficina eso se estaba haciendo
costumbre en ella.
—No,
en verdad —respondió Isabel, que iba de copiloto—. Es solo que tomo un muy buen
desayuno y no siento mucho apetito a esta hora.
Don Roberto asintió. Isabel lo miró de reojo.
Intuyó que su jefe quería decirle algo cuando le pidió nada más que a ella que
lo acompañara en su auto de vuelta a la oficina.
—Quiero
ser sincero con usted, Isabel… —dijo don Roberto—. No la he visto muy bien
últimamente, a decir verdad. Usted no ha
sido la misma desde hace un par de semanas. Anda como distraída, ausente. Y eso
me preocupa porque, como ve, estamos en un momento crucial y necesitamos estar
todos al cien por ciento. ¿Se siente cansada? ¿Necesita tomarse unos días?
Isabel dudó en mentir. Don Roberto había sido
su mentor en aquella empresa; se la había jugado por su nombramiento. No
tendría que darle detalles. Pero, a riesgo de mostrarse débil, sentía que su
jefe, por lo menos, se merecía una explicación sincera de su parte.
—La
verdad es que tenido algunos problemas personales —dijo Isabel—. Pero no se
preocupe —añadió con convicción—. Los voy a solucionar.
—Bueno,
si en algo le puedo ayudar, es cosa de que me diga no más. Ya sabe que puede
contar conmigo para lo que sea.
—Gracias
—dijo Isabel.
Don
Roberto no quitaba la vista del volante pues el tráfico estaba muy pesado al
desembocar en
Isabel cruzó cabizbaja la recepción.
Tras cerrar la puerta de su oficina, tomó su celular, abrió WhatsApp y saludó a
Ana. Se quedó esperando a que la mujer le respondiera. Pero la respuesta llegó largo
rato después. Isabel se presentó y le dijo que había conseguido su número a
través de una amiga. “¿Qué amiga?” le preguntó la mujer. “Maite,” respondió
Isabel. Hubo una breve pausa. “No la conozco,” dijo la mujer y luego agregó:
“Pero cuéntame ¿en qué te puedo ayudar?” Isabel le preguntó si la podía llamar.
La mujer accedió. Una mujer de voz adolescente le respondió del otro lado.
—Me
dijeron que tú me podías conseguir Misoprostol —dijo Isabel en voz baja.
—Sí
—respondió la mujer—¿Para cuándo lo necesitas?
—Lo
antes posible.
—Te
lo puedo tener para hoy como las siete.
—A
las siete me parece bien. ¿Cómo lo hacemos?
—Te
lo puedo entregar en una estación de metro que te quede cerca.
—¿Podría ser en un lugar menos concurrido?
—Tú
dime.
—¿Haces
entregas a domicilio? Te pago el taxi.
—Sí,
claro. Tú dame la dirección no más y yo llego.
—Mira,
llévalo a la dirección que te daré por Whatsapp
y entrégalo en un sobre bien cerrado en la conserjería. Que no se note nada por
favor. ¿Aceptas transferencias?
—Sí,
claro.
—Bueno,
déjame tus datos por Whatsapp y te
deposito.
—Vale.
Te confirmo la entrega.
Isabel
cortó. Dudó que la mujer haya visto su foto pues, por lo visto, ésta no la
había agregado a sus contactos. Una sensación de miedo y alivio se apoderó de
ella e intentó concentrarse en el trabajo para calmar su ansiedad. Apenas
dieron las seis, tomó sus cosas y se marchó.
—Señorita
Isabel, tiene un encargo —dijo el hombre de cabello cano tras el mesón de la
conserjería. ´
Sorprendida,
Isabel se acercó al mesón. El hombre le pasó un pequeño bulto rectangular,
asegurado con un delgado elástico, sobre cuya superficie blanca estaba escrito
el nombre de Isabel y el número de su departamento. Isabel agradeció al hombre y
le deseó buenas noches.
Al entrar al departamento dejo su cartera en el mesón y desenvolvió el paquete. Se trataba de una de las tantas cajas que había visto por Internet. Isabel abrió la caja y sacó un blister de diez grageas. Todo parecía estar en orden. Volvió el blister a la caja y la dejó sobre el mesón. Sintió un escalofrío y puso agua en el hervidor para prepararse un té. Apoyada en el lavaplatos, con la mirada fija en la caja de color azul, Isabel se puso a llorar. Pero ahora sus lágrimas no eran de pena, sino de rabia e impotencia. Lloraba por ella, por todas las mujeres que, como Fresia, no habían tenido más alternativa que parir y criar, parir y criar sin protestar hasta cuando su juventud se hubiera ido por completo entre pañales y mamaderas, entre sobresaltos y desvelos, entre el hastío inadmisible y la abnegación heroica. Y todo por amor; porque, a los ojos de los demás, amar es sacrificar, amar es complacer, amar es sufrir. Isabel abrazó su vientre; de pronto la había invadido el miedo. Hasta hace poco tenía todo lo que necesitaba para ser feliz. Ahora estaba a punto de echar esa felicidad por la borda.
5
Gaspar
se preocupó al ver que era su suegro quien lo llamaba. Se disculpó con sus
colegas y salió de la sala de reuniones.
—Aló.
¿Suegro?
—Yerno,
¿Cómo estás?
—Bien,
suegro. ¿Está todo bien? —preguntó temeroso.
—Sí,
tranquilo, todo bien. ¿Tendrías un tiempito hoy para que nos tomemos un café?
Tú dime la hora. Ya sabes que tiempo es lo que a mí ahora más me sobra —riendo.
—Claro,
suegro. ¿Le parece bien como a eso de las siete, después del trabajo?
—Cuando
quieras. Si quieres yo me acerco a tu trabajo. Así aprovecho de pasear —riendo
otra vez.
—Vale,
suegro —dijo Gaspar—. Nos vemos a esa hora por acá.
¿Qué
se trama ahora este viejo?, se preguntó Gaspar sonriendo con suspicacia. ¿Le
habrá Isabel pedido que intercediera? Pero luego dudo de que su suegro
estuviera al tanto de las intenciones de su hija. En el mensaje que recibió a
los pocos minutos de haber abandonado el departamento, Isabel sonaba muy
angustiada. Gaspar volvió a sentirse mal de estarla haciendo pasar un mal rato.
Y en ese estado. Siempre había sabido de hombres que habían abandonado a sus
parejas al enterarse de que éstas estaban embarazadas. Esa noche, por una razón
diferente, dejándose llevar por la rabia y la impotencia, él había cometido la
misma falta; y eso no lo hacía sentir menos canalla. Tras recibirlo, sus padres
habían guardado silencio. Pero la tarde siguiente mientras él tomaba once, su
madre le hizo saber, entre otras cosas, que su padre y ella no estaban muy de
acuerdo con que él, en vez de resolver sus problemas con su prometida, se
hubiera mandado a cambiar; que ya no era un adolescente como para andar
haciendo esas cosas. Él comía del sándwich de jamón y bebía té como si
estuviera escaso de tiempo. Algo de
razón tenían sus padres. Pero le parecía injusto que, por lealtad a Isabel, no pudiera
compartir con ellos el motivo que lo había impulsado a comportarse así. Estaba
seguro de que si supieran por qué él había regresado intempestivamente, no lo
criticarían con tanta severidad.
Gaspar se pasó el resto de la tarde
intrigado por la llamada de su suegro. Y se propuso no decir algo que pusiera a
Isabel en una situación desfavorable con su familia. José era un poco más
tolerante con ciertos temas. Pero María Elena, en ocasiones, podía ser muy
intransigente, sobre todo en aquello que iba en contra de lo que postulaba su
arraigado catolicismo. De todas formas, según él había percibido en la última
conversación que Isabel y él habían tenido, ella aún no estaba segura de
realizarse el aborto. Y él no iba a revelar una intención. Le había pedido a
Isabel, a través de un mensaje, que le hiciera saber cuándo tomaría una
decisión. La última parte del mensaje la reescribió varias veces, pues en sus distintas
variaciones la petición tenía el efecto contrario a lo que las palabras querían
decir. Finalmente se sinceró consigo mismo y escribió: “No te sientas
presionada.” “Okey,” fue la respuesta que Isabel le envió al día siguiente.
A Gaspar le dio gusto ver a su suegro
con el sombrero de ala corta que junto con Isabel le habían regalado para su
cumpleaños. Su suegro era calvo en la
coronilla, y le gustaba decir que con el frío se le congelaban hasta las ideas.
“Con este sombrero sí que voy a tirar pinta,” dijo cuando lo sacó de la caja, y
se lo había dejado puesto hasta el final de la velada. A diferencia de María
Elena, cuyo sentido del humor podía llegar a incomodar al resto, José no
pretendía más que reírse de sí mismo. Y a Gaspar le divertía el hecho de verlo
reír de sus propios chistes más que de lo ingenioso que éstos pudieran
ser.
Gaspar y José se dieron un cálido abrazo.
Se habían visto tres semanas antes en un almuerzo familiar en casa de uno de
sus cuñados. Gaspar se había entretenido un rato peloteando con los sobrinos de
Isabel mientras se hacía el asado. Cuando estaban en la mesa, el hermano mayor
de Isabel les preguntó: “Bueno ¿y ustedes cuándo?” Él, que tenía su brazo en el respaldo de la
silla de Isabel, la miró como si ella fuera la responsable de responder aquella
pregunta. “No nos eches a perder el almuerzo, por fa,” le había respondido
Isabel a su hermano.
Gaspar
invitó a José a un café que estaba por ahí cerca. José reparó en lo modernizado
que estaba ese sector de Las Condes. Un hombre vestido de traje y con una
mochila en la espalda pasó junto a ellos montado en un scooter eléctrico. José
bromeó con que le hacía falta uno de esos para salir a hacer sus trámites. Sus
rodillas a veces le dolían demasiado como para andar subiendo y bajando
escaleras y peldaños. Gaspar rió con la idea de ver a su suegro arriba de un
scooter; pero luego lo miró de reojo: su suegro no parecía estar bromeando.
José prefirió
sentarse afuera. “Me lo paso encerrado,” argumentó. El viaje en metro desde
—¿Qué
quiere suegro? Yo lo invito. ¿Tiene hambre?
—La
verdad es que
Gaspar
se paró y entró al local. Le sorprendía lo relajado que estaba su suegro.
Estaba seguro que lo que fuere que su suegro le tuviera que decir, ambos
saldrían de ese lugar siendo tan amigos como siempre. Y eso lo había
tranquilizado a él también.
—Ahí
tiene suegro —dijo Gaspar poniendo un vaso con una botella de agua mineral
frente a José. Él había pedido un capuchino grande.
—No
vas a poder dormido con eso —bromeó José.
—Tengo
que llegar a trabajar a la casa. Y de todas maneras no he estado durmiendo muy
bien —bajando la mirada.
—Gaspar
—dijo José en un tono más serio—. Tú sabes que María Elena y yo hemos sido muy
respetuosos de tu relación con nuestra hija. Pero no la he visto muy bien…Y,
por supuesto, como su padre, eso me preocupa.
Gaspar
asentía al oír a José. Se sentía responsable de causarle daño a Isabel y, al
mismo tiempo, de preocupar a su familia.
—No
te voy a pedir que me cuentes detalles —continuó José—. No corresponde. Solo quisiera saber si esto
es un disgusto pasajero o si la situación es más seria de lo que Isabel nos
quiere hacer creer a su madre y a mí.
Gaspar
miró hacia la avenida. Buses repletos de pasajeros y automóviles pasaban a alta
velocidad de oriente a poniente y, más allá, también en la dirección contraria.
Cómo podía tener él la respuesta que su suegro le pedía. Esos días, lejos de
Isabel, le habían dado mucho que pensar. Por momentos creyó que estaba
exagerando, que Isabel recién tenía treinta años y que había tiempo de sobra
para tener niños. Pero, por otra parte, tenía la profunda convicción de que ahí
había una vida, una vida que tenía sus genes, su sangre; una vida que podía florecer
y colmarlos de felicidad. Amén de darles un propósito. La vida con Isabel se le
hacía por momentos rutinaria. Intrascendente. Predecible. Y una vida sin hijos
sería la misma, aunque fuera junto a otra mujer.
—Don
José… —dijo Gaspar haciendo a un lado el
café—, yo amo a su hija. Y lo que menos quiero es hacerla sufrir. Tampoco
quisiera preocuparlos a ustedes. Pero no tengo una respuesta para lo que me
pide. Isabel tiene que tomar una decisión, y entonces, dependiendo de cual sea
su decisión, yo tomaré la mía.
Dando
un largo suspiro, José se reclinó en el asiento sin quitarle la mirada a Gaspar.
Después de un breve silencio, dijo:
—Esa
decisión que mi hija debe tomar… ¿tiene que ver con tener hijos? —Gaspar se
reclinó y desvió la mirada hacia la calle— Tienes mi palabra, Gaspar, que lo
que me digas quedará entre los dos.
—Isabel
está embarazada, Don José —dijo Gaspar—. —José abrió sus pequeños ojos azules y
esbozó una sonrisa—. El problema es que ella no quiere tener ese hijo.
—¿Y
qué pretende hacer? —preguntó José, ahora confundido.
—Abortar
—respondió Gaspar en voz baja, mirando a los comensales que ocupaban las mesas de
alrededor.
—¿Abortar?
—repitió José bajando el volumen—¿Pero eso no ilegal?
—Lo
es —José se mostró confundido—. Pero
existe un medicamento que es abortivo. Son unas pastillas que se venden en el
mercado negro. No sé cómo funcionan en realidad; no sé mucho más al respecto.
Según
—Te
confieso que me sorprende que mi hija esté pensando en hacer algo así. Supongo
que esto tiene que ver con darle prioridad a su carrera. Gaspar asintió y dijo:
—Mire,
don José, yo entiendo qué este no sea un buen momento para Isabel. Quién más
que yo quiere que ella triunfe, que logre todas sus metas. Pero me acuesta
aceptar que ella priorice una carrera por sobre la vida de quien podría ser
nuestro primer hijo… o hija.
—Te
entiendo. Y estás en tu derecho en pensar así. Pero conozco a mi hija y me
imagino que esto no debe ser muy fácil para ella tampoco.
Gaspar
volvió a mirar hacia la avenida. Ya estaba oscureciendo y los faroles de la terraza
se habían encendido.
—Mira,
Gaspar —continuó José—, ni tú ni yo podemos decidir por Isabel.
—Pero
¿qué hay de mí, don José? ¿Qué hay de lo que yo siento? ¿Acaso los hombres no
tenemos ningún derecho a decidir sobre lo que una mujer lleva en su vientre? Yo
siento que esa criatura es mía también.
—Te
entiendo, hijo. Y puede que estés en lo correcto al sentir lo que sientes. Pero
lamentablemente para el caso es irrelevante. No se puede obligar a una mujer a
tener un hijo que no quiere. Eso es crueldad. Terminar con esa vida también es
cruel o inhumano, tú me podrás rebatir. Y entonces tendríamos que preguntarnos
qué es más cruel. Por mi parte, yo no quiero que mi hija haga algo en contra de
su voluntad. ¿Quién sabe qué consecuencias eso le podría acarrear? Y entonces
yo te pregunto: ¿estarías dispuesto a asumir esa culpa y a llevar ese peso?
Gaspar
exhaló y volvió a mirar hacia la avenida.
—Está haciendo algo de frío —dijo José
poniéndose la parca. Gaspar estuvo de acuerdo—.
Mira, Gaspar, te voy a confesar algo.
Gaspar
asintió y José se mostró agradecido. Después José le preguntó a Gaspar cómo le
iba en el trabajo. Gaspar le contó algunos detalles de la última licitación que
habían perdido. José se mostraba muy interesado. Desde que había jubilado todas
las historias que las personas le podían contar sobre sus trabajos eran
bienvenidas. Aduciendo que ya estaba muy helado, José se puso el sombrero para
emprender el regreso. Gaspar ofreció llevarlo a casa en el auto de su padre. José
le agradeció, pero prefirió tomar el metro. “Así me venteo un poco antes de
volver a encerrarme,” dijo riendo. En el mismo lugar donde se habían
encontrado, se despidieron con un abrazo. “Mantenme al tanto,” dijo José. “No
se preocupe, suegro,” dijo Gaspar, observándolo descender las escaleras
mecánicas.
Gaspar
no quiso sentarse a ver las noticias con sus padres esa noche. Ese largo
silencio entre él y sus padres ahora lo incomodaba. La noche anterior, al ver
las imágenes de niños migrantes durmiendo en improvisadas carpas de un lado y
otro de la frontera norte del país. Conmovida, su madre había dicho: “Pobres
criaturas. Siempre pagando las consecuencias del egoísmo de los adultos.” En
aquel instante él había estado a punto de contarles la verdad a sus padres y
pedirles su consejo, pero eso habría significado develar las intenciones de
Isabel. Y no estaba seguro de que sus padres hubieran visto con buenos ojos la
idea de que su nuera abortara a ese primer nieto o nieta que tanto ansiaban
tener.
Tendido sobre la cama con los
brazos bajo la nuca, todo en su habitación le recordaba a Isabel. Ahí estaban, ordenaditos
sobre una repisa a los pies de la cama, todos los peluches de diversos tamaños
y colores que ella le había regalado durante todos esos años de pololeo, y, al
lado, el collage que juntos habían hecho con las fotos que se habían sacado en
San Pedro de Atacama, en
6
Sin
prisa y con la cabeza gacha, Isabel iba absorta en sus pensamientos por la
tranquila calle que recorría cada tarde desde el metro hasta la casa. No se
percató del auto que se detuvo frente a ella en un cruce de cebra ni tampoco
del poodle que le había olisqueado la pierna la otra noche, ni de su dueño, que
caminaba con paso lento tras el animal y que hizo un ademán para saludarla. El
conserje le deseó buenas tardes con la misma amabilidad de siempre. Ella le
correspondió con un dejo de tristeza, esa tristeza que se esforzaba por
disimular y que se había apoderado de ella hacía exactamente una semana.
La
blanquecina luz del pasillo la descolocó por un instante. Y luego oyó el agua
del lavaplatos correr. El corazón de Isabel se aceleró y tardó unos segundos en
asomarse a la cocina.
—Hola
—dijo Gaspar con una tímida sonrisa al mismo tiempo que lavaba una hoja de apio.
—Hola
—respondió Isabel sin poder salir aún de su sorpresa.
Isabel
dejó la cartera sobre el mesón. Caminó hasta el living, se sacó el abrigo beige
que llevaba puesto y lo dejó caer sobre el sofá.
—¿Traes
hambre? —preguntó Gaspar, que la había observado en todo momento—. Estoy
preparando una sopita de pollo.
—Un
poco —dijo Isabel, cuya visión se extendía hasta las diminutas luces que
brillaban en los oscuros faldeos de la cordillera.
—¿Cómo
estuvo tu día? —preguntó Gaspar.
Isabel
tomó valor, se dio vuelta y dijo:
—Por
una semana no te interesó mucho mi día.
Gaspar
dejó de picar en trocitos una zanahoria, levantó la vista y dijo:
—Lo
sé. Y créeme que lo siento. —Isabel asintió y Gaspar continuó picando la
zanahoria—. Quiero estar contigo, Isabel —dijo Gaspar deteniéndose de nuevo—.
Quiero acompañarte.
—Hay
algo que no entiendo —dijo Isabel sentándose en el brazo del sillón—. Hasta
hace unos días yo estaba a punto de cometer un crimen. ¿Acaso ya no piensas
igual?
—Eso
no importa. Lo que quieras hacer, también es mi opción.
Isabel
se sentó en el sillón. Gaspar llegó a su lado y se arrodilló.
—¿Qué
sucede? —preguntó Gaspar—. ¿Acaso no me crees? Siento mucho haberme ido, así
como así. Te prometo que no volverá a suceder. Y lo que sea, lo vamos a
resolver juntos.
—Me
pregunto…, me pregunto si estarías dispuesto a pasar por esto una vez más.
—Gaspar no parecía comprender—. ¿Qué va
a pasar si vuelvo a quedar embarazada?
Gaspar
se puso de pie y se sentó frente a ella.
—Tal vez
cuando esa sucede, las cosas sean diferentes para ti.
—Y
¿si no lo son? ¿Qué pasaría si no lo fuera de aquí a cinco años más? o ¿diez?
¿Qué pasaría si no fueran nunca?
—Isabel,
creo que estás exagerando. ¿Dónde quieres llegar? ¿De dónde viene esto? Tú
quieres ser madre algún día.
—Las
personas cambiamos de opinión, Gaspar.
—¿Ya
no quieres ser madre?
—No
lo sé, Gaspar. Lo único que sé es que por ahora no quiero serlo. Y no sé si
querré serlo algún día. Tú tienes anhelos, expectativas. Y está bien. Pero yo
no quiero ser responsable de tus sueños. Y tampoco quiero ser culpable de
destruirlos.
—Nada
de esto hubiera pasado si no me hubiera ido —se lamentó Gaspar poniéndose de
pie y volviéndose hacia el ventanal.
—No.
No te castigues. No te voy a negar que lo he pasado muy mal, que me he sentido
muy sola. Pero ¿sabes por qué…? Porque nunca en mi vida había estado sola. Siempre
había necesitado de la aprobación de los demás hasta para las cosas más
insignificantes. Por inseguridad, por consideración… Y muchas veces transé y
accedí a algo que no quería.
—Jamás
te he impuesto nada.
—Es
verdad. Pero, de alguna manera, todo siempre ha tenido que ser conversado.
Convenido. Qué hacer. Qué comer. Qué ver. Dónde ir de vacaciones. Cuándo casarse… Cuándo tener hijos.
—Y
¿acaso crees que para mí no ha sido lo mismo? Siempre he considerado lo que es
bueno para ti, lo que es bueno para ambos…
—Pero
ese es el punto, Gaspar. Por primera vez lo que es bueno para mí no es bueno
para ti. Y no es lo mejor para ambos.
—Pero
yo estoy dispuesto a esperar. Estoy dispuesto a…
—¡No!
¡No, Gaspar! ¿Acaso no me entiendes? —Isabel se puso de pie—. Quiero tomar las
riendas de mi vida. Quiero sentirme libre de decidir qué hacer con mi vida y
hacerme cargo de lo que suceda.
—Isabel,
¿qué estás diciendo? ¿Acaso ya no me amas?
Isabel
se acercó a Gaspar, lo acarició y, mirándolo a los ojos, dijo:
—Justamente
porque te amo estoy haciendo esto. Yo no estoy segura de querer tener hijos. No
quiero tener uno sólo para compensarte por el que no vamos a tener ahora y no
quiero envejecer sintiendo que te privé de algo que mereces tener.
Gaspar
comenzó a llorar. Isabel lo besó en la boca. Gaspar se apartó y se desplomó en
el sillón. Isabel se sentó a su lado. Gaspar se acurrucó y puso su cabeza en su
regazo. Isabel acarició su cabellera.
—No
me dejes, Isabel —suplicó entre sollozos—. No me dejes.
—Sé
que es difícil para ti esto —dijo Isabel sollozando—. Solo espero que algún día
me comprendas.
—Y
¿qué voy a hacer yo ahora? ¿Cómo sigo sin ti?
Con
los ojos cerrados, Isabel intentaba contener el dolor que sentía. Su estómago
crujió. De pronto, el olor a sopa de pollo había invadido el departamento y le
había despertado el apetito. Sobre la cocina, la olla humeaba y el vapor
comenzaba a empañar el ventanal. Gaspar sollozaba como un niño sobre su regazo.
Cuando se hubo calmado, se levantó y fue hasta la cocina. La sopa había
comenzado a hervir y estaba a punto de derramarse por sobre los bordes de la
pequeña olla. Gaspar levantó la tapa y con una cuchara comenzó a remover
pacientemente la grasa de la superficie. Isabel se levantó, caminó hasta una
gaveta, sacó un par de individuales de bambú y los dispuso al extremo del
mesón. También puso un par de vasos de cristal, un par de servilletas de género
y cubiertos de acero.
—¿Qué
quieres tomar? —preguntó abriendo el refrigerador.
—Lo
que sea —respondió Gaspar con la voz quebrada.
Isabel
sacó una caja de jugo de naranja y lo puso sobre el mesón. Luego entró al baño
y se miró en el espejo. Sus almendrados ojos cafés estaban enrojecidos. Isabel
lloró en silencio apoyada sobre el lavamanos.
Cuando
salió del baño, se había tomado el pelo con un elástico y se había retocado el
maquillaje. Gaspar estaba sentado al
extremo del mesón frente a un humeante tazón de bruñida grada negra. Isabel se
sentó a su lado, de espaldas al living y de cara al refrigerador. Cabellos de
ángel, rodajas de zanahoria, papas en cubo y tiras de pimentón rojo flotaban en
el caldo amarillo del que asomaba el pellejo recocido de un tuto de pollo.
—Huele
bien —dijo Isabel.
—No
tiene nada de aliños, por si acaso —dijo Gaspar.
Isabel
sopló sobre la cuchara y después de saborear la sopa dijo:
—Está
deliciosa.
Gaspar
esbozó una sonrisa.
FIN
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